lunes, 12 de noviembre de 2018

EL BOSQUE




















Pienso que de haber dios
elegiría el bosque como su catedral

el bosque 
y en la noche
su volumen sellado, el gran follaje
el peso de los animales

un pájaro asustado elegiría
para dar testimonio.

Raquel Jaduszliwer, En el bosque, Modesto Rimba, 2018.







Los caminos del bosque

Todos nosotros conocemos
un camino como este en el bosque.
En la tierra húmeda, las flores.
En la senda, los pies que esperan
revelaciones de la senda.
Zumba insidioso el tábano,
crujen las hojas bajo el viento y la liebre
y este camino es todos los caminos.
El amante y el héroe
duermen a su costado,
la hechicera lo cubre de prodigios,
los turistas registran cada fibra de hierba,
cada lagarto al sol como un milagro
preso en la remota geografía del sueño.
Tantas veces recorrimos paisajes similares.
La vista no deja de tropezarse con los astros
nunca.
Los astros no dejan de parecerse al deseo
nunca.
Por los ríos de sangre y en la sangre del río
corre la savia de una hoja naciente
en la guirnalda de los universos.
Para los dioses esta es la eterna primavera
y el absoluto invierno,
pero aquí, entre los hombres,
en los tristes y extraordinarios parajes de los hombres,
en las inocentes y estúpidas escenas de los hombres,
no hay danza que no obtenga su corona en el silencio.
Tan aterrador es el silencio,
tan resplandeciente,
tan sacro. En verdad el camino es silencioso.
A su sombra desfilan la rata y la serpiente,
la princesa, el bandido, el comerciante,
hasta perderse en la espesura
bajo el nombre de rocas, pájaros, maleza.
Así atraviesa el bosque
el corazón del bosque y se contempla.

Rita Gonzalez Hesaynes, En la gran existencia, Añosluz, 2017.








Juego en el Bosque

Espero en cuclillas
— la salida al corazón del Lobo.
Mis compañeras todas
me abandonaron ya.

Tiempo atrás — acostumbrábamos
imaginarlo desnudo
su cuerpo pequeño de perro
salvaje y gris — el músculo fuerte
se movería en círculos
seguro
a nuestro alrededor. Él mismo
haría la ronda. Para ostentar así  
su mandíbula monstruosa — imposible evitar
la radiante fantasía
de montárselo a pelo —
el cuerpo hirsuto y la boca
babea amenazante — la carne toda entera.

Pero éramos nosotras
criaturitas —
impedidas por completo a semejante
fantasía.

Así que cada tanto — preguntábamos al Lobo
si estaba terminando  
de vestirse
de hacerse a la costumbre de los hombres del pueblo:
ellos sí
habían aprendido — a tapar su santidad
bajo las telas.

El Lobo — asomando a la espesura
el ojo apenas
afilado — respondía vagamente
hasta asustarnos — cuánto más grande era
su domesticidad
— mayor era el peligro
amenazante.

Jugábamos así. En el bosque yo
y mis compañeras.

¿Pero cuál — entre todas estaba
dispuesta a esperar
— realmente
por el proceso del Lobo? — ¿Cuál
de todas por fin
arriesgaría completa — la primera juventud
mano a mano en una apuesta
— contra lo espeso del bosque?

Lentamente todas ellas
partieron — a la cruel civilidad
del Pueblo. La piel les maduró
sobre costado del ojo. Yo

no tengo espejo aquí. Vivo debajo
de los árboles y soy
como un pájaro durmiendo entre sus plumas —
no tengo frío — y espero
el día en que un Lobo me devore
completamente
— desnudo.


Cecilia Perna, Otra víspera, Buenos Aires Poetry, 2016.








Esta vez, voy a contarlo así

mi padre me abandonó en brazos de una estatua
del bosque surgían máscaras y lobos
la poesía fue otra soledad.


Alejandro Schmidt, La impropiedad, Pan Comido/Gráfica 29 de Mayo, 2013.








Gustav Mahler



                                                A Gustavo Fasseti
                                                    -in memoriam-



Cerró los ojos, halló el bosque
la luz en un abanico,
sombras bajo la hostilidad de los pinos
pinchando cuervos en el eco del cielo


Transmutando riguroso,
dolor por belleza,
infatigable, perenne, alquimista


Beethoven asedia en cada nota,
corpulento, terrenal, sagrado,
ese mortal intento de igualarlo


El rigor no sabe de límites
del alba camina hacia el ocaso
forjando diamantes musicales
de los agujeros negros


Notas de piedras luminosas
nervios desnudos en la caída
del roce de los extremos nace el fuego


El galope del caballo,
galope cortante,
sequedad de los cascos


Carrozas y pavana para la infanta


Buscar la perfección es ensordecer,
al mundo y su pedido incesante
al pan y el vino en las naturalezas muertas,
a la banalidad que urde la rueca del vivir


El silencio bordado en briznas,
venenosos hongos apetecibles
vigilando el bosque,
el fuego de la ausencia


Mahler resiste,


El oído escucha su perfección en la música
la materia no es más que peligro,
el exceso de un cuerpo deslindándose de lo mortal,


Alma la ausencia
Alma el reclamo


Irse de la vida y ser
en esas ínfimas partículas elementales,


¿rerum natura?


El universo es música,
ahí el vacío,
una Apolínea forma indestructible de armonías,

Asir la nota
dios fue posible en la constancia,
el arrebato nada sabe del sosiego,


La música es como el amor,
soberana, enceguecedora,
es la inalcanzable promesa,
la eternidad delante de los ojos,
los sonidos en los huesos,
en la nieve,
en la huella,
en la piel,
en la corona que prueba en las sombras el esclavo


Tus notas vivirán junto a las de Beethoven
en un piano cualquiera
y una noche te soñaré
y otras intentaré imaginarte


Pero nunca nos encontraremos
Vos y yo,
Gustav


Vivian Lofiego, Vida secreta, Huesos de Jibia, 2016.








Especies en extinción 


Abandonada la play, 
la niña se acerca,
como siempre, a desayunar:
medialunas y café

"No me gustó mucho
—declara—
la niñera de anoche.
Hablaba demasiado.

No quería dejarme
mirar videos.
Y, sin leer ningún libro,
me contó una historia.

Era muy rara,
sobre una madre, malvada,
que mandaba a su hijita,
sola, al bosque."

Socavados
los cimientos del orden,
late un músculo
en la adusta expresión del adulto.

"Papi —pregunta la niña—
¿Qué es un bosque?
¿Qué es un lobo?
¿Qué es una caperuza?
¿Qué es el rojo?"


Jennifer Strauss, Nacidos en el Sur. Selección de poemas, trad. de Gabriela Marrón, Vacasagrada ediciones, 2014. 










Fogatas para combatir el frío y la intemperie, cocinar, festejar el lugar recuperado y vuelto a poblar; fuegos que señalan dónde se ha perdido la batalla y quedan cuerpos dando coletazos como peces fuera del agua, como poemas que fueron escritos y destruidos, quemados, un día inhóspito o dichoso ¿qué sabemos? ¿Qué sabemos de esa quema, que fue copiosa y dio luz y calor suficiente hasta que se encendiera el nuevo amanecer, que en comparación se veía anémico? 
Poemas como cometas con su cabellera desplegada aun si su núcleo está extinto, porque así son los poemas, que rasgan el cielo y las vidas en dos. Luces sin sombra en la tierra. Un esqueleto expuesto a los elementos. Océano sólido. Sin brillo. La veta mineral y adentro la gema suculenta y virgen, sin tasar, guardada en su capuchón de berilo y cromo por miles y miles de años, como la nuez antes de nacer, la que no es para comer. En carne viva, en silencio. 
En el más absoluto silencio, poemas: los peligros del bosque. Y lianas, donde no hay palabras, como fogatas, fuegos. Como la rosa de los vientos fraguada en plata con forma de Cruz del Sur, llamada de Agadez, que los padres tuareg dan a sus hijos “porque no se sabe adonde iremos a morir”, antes de salir al desierto a seguir las rutas como los perros el rastro, a lomo de camello. Porque el fuego devora la vida del aire y el aire vive del cuerpo vivo que lo devora. 
Lianas porque no hay palabras porque hay poemas.


Bárbara Belloc, Canódromo, Zindo & Gafuri, 2015.








En el Bosque Aguanegra


Mirá, los árboles
están convirtiendo
sus propios cuerpos
en pilares

de luz,
están emitiendo la abundante
fragancia de canela
y satisfacción,

los largos estambres
de las totoras
revientan y se van flotando sobre
los hombros azules

de los lagos,
y cada lago,
sin importar cuál sea
su nombre, es

innombrable ahora.
Cada año,
cada cosa
que aprendí

en mi vida
me retrotrae a esto: los fuegos
y el negro río de la pérdida
cuya otra orilla

es la salvación,
cuyo sentido
ninguno de nosotros jamás sabrá.
Para vivir en este mundo

debés ser capaz
de hacer tres cosas:
amar lo que es mortal;
aferrarte a él

con tus huesos sabiendo
que tu propia vida depende de ello;
y, cuando el tiempo llegue de soltarlo,
soltarlo.


Mary Oliver, traducción de Tom Maver.

















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